5 meses menos 48 horas
Madrid. 12 de febrero
¿Qué harías si te quedaran 5 meses de vida?
La mayoría de vosotros, con vuestras miserables vidas (perdón por ser tan crudo) optaría por dejar de trabajar, viajar, dar la vuelta al mundo, vivir experiencias, buscar su primer amor, abrazar la vida o perseguir sus sueños…
Pero cuando te llamas Julián OrtizDeUrbina (así, leído todo junto), ese es tu día a día.
Un OrtizDeUrbina no trabaja, vive de las rentas.
Este apellido da derecho a casa en Miami, reservado en el Toy Room, las mejores prostitutas (quién necesita amor), la sirvienta filipina y los trajes a medida.
El OrtizDeUrbina es el puto fastpass del parque de atracciones, el pase de oro de Got Talent.
Un apellido que lo tiene absolutamente todo, salvo una cosa: que no cura el cáncer.
Y por eso ahora estoy aquí, encerrado entre 4 paredes.
Sólo. Triste. Esposado.
Tan sólo 48 horas –y dos muertes– después del diagnóstico.
Retrocedamos.
48 horas antes.
DÍA 1. EL DIAGNÓSTICO
Una cosa que tenemos los de apellido compuesto es que sólo nos relacionamos entre nosotros. De qué sirve ser la élite, si no.
Así que, por supuesto, mi doctor es Arturo BeltránDeHeredia (así, leído todo junto) y su consulta está en un lujoso chalet en El Viso.
Meses de espera para un mortal. Para mí, 1.350 € (pero es taaan cutre hablar de dinero…). Con ustedes, el oncólogo más reputado de toda Madrid.
Arturo era conocido como Julito, por su extraordinario parecido con Julio Iglesias. Alto, Delgado, piel morena nivel Kardashian, entradas prominentes, hándicap 7 y amante de las mujeres y el vino.
−Julián, siento comunicarte que el tumor se ha extendido considerablemente, afectando al páncreas, el estómago y el bazo. En estas circunstancias no podemos hacer mucho más −dice el muy cabrón con 0 empatía. Sin inmutarse. Como el camarero que recita por enésima vez el menú del día. Mientras tanto, gira su muñeca para ver la hora del Panerai, porque detrás de mí le esperan 4.050 euros más y una partida en el club.
−La enfermera te entregará instrucciones precisas con el tratamiento y la dieta. Es importante que lo sigas a rajatabla…. Julián, Julián… ¿lo estás entendiendo?
Pero, no. Hace tiempo que no escucho nada. Básicamente desde que sacó las pruebas del análisis y empezó a hablar raro, raro, raro.
Hace minutos que sólo veo el reflejo del sol que entra por su ventana y juguetea sobre su mesa.
El foco ilumina ahora un abrecartas dorado en el que puede leerse: Gemcitabina. Me pregunto cuánto habrá hecho el laboratorio de este fármaco por engordar (a partes iguales) el ego y la cuenta de Arturito.
Sigo sin escucharle.
Es curioso. Es la primera vez que tengo esta extraña sensación de calma.
Las pupilas, dilatadas. Respiración lenta. Bajan las pulsaciones. Si me concentro, puedo oír mi corazón: Pum – pum – pum
Al fondo, un pájaro se posa sobre el marco de la venta, mira unos segundos al interior de la consulta. Parece que no le interesa mucho (o nada) lo que ve. Vuelve a extender las alas y reemprende el vuelo.
Es una señal.
−Comprendo cómo te sientes, Julián… −prosigue el doctor, fiel a su manual de comunicación con el paciente− puedo recomendarte un colega psicólogo que va a…
No acaba la frase, porque me abalanzo sobre el escritorio. El Mac hace jaque mate, el portalápices salta por los aires. Tengo que impulsarme más para llegar a él, pero resbalo. Me falta tracción. Arturo retrocede con la silla, asustado.
En el siguiente impulso estoy encima, acorralándole. Se resiste. Con una mano se agarra fuerte a la estantería; la otra, sobre mi pecho en un estúpido intento de pararme, pero mi peso puede con ella. Puedo ver en slow motion como una de sus uñas se despega por completo del borde de la estantería. No lo siente. La adrenalina es su mejor anestesia. Caemos al suelo. Antes de que pueda reponerse, Arturo tiene clavado en el cuello el abrecartas de Gemcitabina. Lo palpa con su mano derecha. Me mira horrorizado, pero sus ojos no aguantan mucho firmes. Viran hacia el techo al unísono, como una máquina tragaperras. El movimiento acaba con sus pupilas en blanco.
Fundido a negro.
Satisfecho, en mi mente resuena una canción: me olvidé de vivir, iiir… Me olvidé de vivir, i, i, ir, i, i, ir…
Adiós julito.
Bye bye doc.
LA HUÍDA
Alertada por el ruido; Carmen, su fiel enfermera, entra en el despacho.
Lo que ve le deja muda. Paralizada. 3 Segundos es el tiempo que tarda su cerebro en dar la orden para hacer sonar sus cuerdas vocales.
Su grito posterior nos despierta a ambos. Sin duda, la señal de que tengo que salir de la escena del crimen.
Ella vuelve rápido a su escritorio en busca del teléfono. Yo miro de reojo la ventana.
Por mi cabeza pasan a 16 puntos de velocidad varios capítulos de CSI Miami. Todos coinciden en lo mismo: sin arma no hay crimen. Es absurdo porque acaban de verme junto al cadáver, pero me agacho y extraigo el abrecartas del cuello de Arturo. Un chorro de sangre espesa y oscura sale a borbotones del orificio. Viene a mi mente el chup chup de unas carrilleras al vino tinto bien reducidas. Siempre me gustó cocinar. Pero no hay tiempo para recrearse.
Un último movimiento antes de salir: también le despojo del reloj de oro que, seguro, me será útil.
Ahora sí: Abro la ventana y salto confiado. Es lo que tienen las consultas médicas de El Viso. (Bajo ningún concepto intenten hacer esto desde cualquier hospital público, porque pronto verán a Dios. Síganme para más consejos de salud).
Empieza mi huida a ninguna parte.
Pero antes, un nuevo flashback de CSI, me obliga a tirar mi smartphone en el jardín para evitar que me geolocalicen. Adiós Iphone 15. Adiós apple pay. Necesitaré dinero en metálico para salir de ésta.
No tengo ni idea de dónde ir para vender un reloj de oro valorado en 30.000 €. Mi gente siempre se ha ocupado de estas cosas. Y entre mi gente destaca Luis, responsable de mis activos en Banca March. Licenciado en ADE, máster en Londres. Casado, 3 hijos. Amigo de sus amigos, especialmente aquellos que tienen más de 7 ceros en su cuenta. Adulador, baboso… necesario.
A estas horas, estará ya en casa. Su piso no está lejos de aquí. En apenas 20 minutos callejeando por el centro de Madrid me coloco en la confluencia de Velázquez con Núñez de Balboa. Un lujoso residencial que tiene todo: gimnasio propio, piscina climatizada, sauna. Jardín zen interior. Un oasis en pleno corazón de la ciudad, reza la publi.
El portero me saluda como de costumbre. Y, como de costumbre, yo arqueo las cejas. Es todo lo que puedo hacer por él.
Subo en el ascensor, pico el timbre del dúplex y abre Luis.
−¿Qué coño haces aquí? Lárgate ahora mismo o llamo a la policía. Pero no te das cuenta? Tu cara está en todas las televisiones −dice, mientras trata de cerrar la puerta.
Se lo impido colocando el pie entre el marco y la puerta blindada.
−Necesito dinero en metálico. Ahora. Mira, puedo darte esto −digo nervioso.
Pero con tan mala suerte que me equivoco de bolsillo y en lugar de sacar el reloj, muestro el abrecartas ensangrentado. El susto es brutal. El miedo en sus ojos, también. Vuelve a abrir la puerta 90 grados y ahora la cierra con todas sus fuerzas sobre mi Corthay. Sus 1.675 € de coste y el extremo cuidado con que el artesano zapatero los hizo a medida en París no impiden que se abombe la suela. El dolor es abismal. Retrocedo por puro instinto y la puerta se cierra.
En el interior, gritos:
−Llama a la policía, corre! −apremia Luis a su mujer, que hace lo propio.
Salgo corriendo. Más bien cojeando. Los 6 pisos se me antojan ahora eternos. Abandono el portal. Miro a ambos lados sin saber qué elegir. Ante la duda, siempre la derecha… recuerdo las palabras de mi padre y le hago caso. Como siempre. A lo lejos, se oyen las primeras sirenas. Debo seguir huyendo, confundirme con la gente. Es fácil hacerlo en el barrio Salamanca, si eres uno de los nuestros.
Como un conejo resguardándose en su madriguera, decido bajar al subsuelo de Madrid, un lugar reservado para otra clase social que no es la mía. Me meto en el primer metro que pasa en Núñez de Balboa, salto el torno (nadie sospecha cuando vas vestido como yo) y cojo el primer tren. Tengo qué pensar rápido. No es fácil con tantos estímulos como los que ahora tengo frente a mi:
Un vagabundo dormido, una mujer de mediana edad leyendo a Sonsoles Ónega, dos jóvenes estudiantes hablando extremadamente alto, un trabajador latino viendo un programa latino en un teléfono chino. Una china con un ebook, un bebé llorando y una familia de Cuenca. Entre todo el vagón no sumarán ni el 10% de mi patrimonio. Y aún así, su esperanza de vida es mayor que la mía. Qué triste.
20 minutos y 11 paradas después de este show que pasa delante de mis ojos, ya tengo claro a dónde dirigir mis pasos. Acabo de tomar quizá la decisión más absurda de todos los tiempos, pero qué puedo perder…
Encamino mis pasos hacia la Cañada Real de Madrid. “Este lugar es el supermercado de la droga de la ciudad, quizá el gueto más peligroso de la ciudad”, decía Zazza el italiano en un vídeo de youtube que había visto recientemente. Siempre me ha gustado ver estos vídeos, como quien va al zoo a ver especies exóticas.
Allá voy en un tren de cercanías hacia la estación de San Ginés, con una misión: vender el reloj del doctor, hacer cash, dormir en algún motel donde no se me espere y huir lejos de aquí.
Unos planes tan básicos como ambiciosos.
Llegar a la barriada me ha costado más de lo previsto. Tenía noción de cómo llegar, pero no de que fuera un capítulo del Grand Prix. He tenido que pasar por debajo de una autovía, he tragado kilos de polvo al paso de las cundas cargadas de toxicómanos quizá a por su último viaje, he llenado mis zapatos de mierda de perro y ahora sí… La Cañada Real Galiana, en otro tiempo un digno lugar para la trashumancia; ahora, un ejemplo de la miseria humana.
Una mujer con una chilaba porta a su hijo a horcajadas sobre la cadera. Va descalza. 3 chicos dan palmas por Omar Montes en torno a una hoguera. 3 más van en una moto como la que usaba Ángel Nieto en el Mundial del 83. Entre los 3 no suman 25 años.
Un abuelo subido a una escalera sigue acumulando restos pesados de electrodomésticos sobre la uralita de su chabola. Un niño con una camiseta juega con un balón desinflado.
Me dirijo al trío flamenco:
–Hola chicos, ¿podéis ayudarme? –pregunto tímido, pero ellos siguen doblando palmas:
En el barrio donde vivo me vinieron a buscar, mamá habla con el juez que me dé la libertad. En el patio de la cárcel, hay un charco y no ha llovido…
Me la juego. Bajo el volumen del altavoz apoyado sobre el bidón de aceite Motul. Y ahí sí, me ven.
–Qué haces subnormal? –habla el más bajito de los tres. 1,65 cm. No le doy más.
–Y este pollo de dónde ha salío? –dice el del medio de los Chichos.
–Os preguntaba si podéis ayudarme. Quiero vender una cosilla. Me han dicho que aquí puedo encontrar compradores.
–¿Qué traes? –pregunta el tercero, al que sólo le falta el símbolo del dólar en los ojos.
–Bueno, es un reloj; pero prefiero enseñarlo directo al comprador.
No hace falta que hablen, su mirada lo dice todo y todo es nada para mí. Al fin el bajito, toma la iniciativa:
–Vente con nosotros. Te vamos a presentar al tío Jacin, que es el que mueve aquí las compras. ¡Vamos!
Les sigo. Dejamos la ‘arteria’ principal de la Cañada. Avanzamos por la segunda calle que sale a la derecha, hasta un bloque de hormigón que hace las veces de casa. Un perro viene a oler la novedad, pero el pequeño lo aleja de una patada. Giramos a la izquierda, a la trasera de la calle. Ellos van delante. Al voltear la esquina, el golpe en la cabeza con una barra de hierro me hace perder el equilibrio. Caigo al suelo. A partir de ahí, los golpes se repiten, patadas, puñetazos, rodillazo; knock out al primer asalto y luego…la nada.
Nada de aliento para respirar. Nada de ropa para vestir. Nada para vender. Nada por qué vivir. Nada de nada.
Cuando me despierto es de noche. La cabeza me estalla, tengo la boca seca y un reguero de sangre por la mejilla, estoy desnudo. Tan solo me han dejado los calzoncillos y los calcetines. Parece que el tío Jacin tendrá hoy un buen botín: Pantalones armani (250 €), camisa blanca Purificación García (175 €), Zapatos Corthay (1.675 €) y, muy por encima de todo esto: un reloj panerai de 30.000 palos. Me alegra hacer feliz a tanta gente. Quiero morir. Ya. No puedo esperar cinco meses. No me lo merezco.
La rabia me viene a buscar con todas sus fuerzas, como la leche a la madre primeriza. Pienso encontrar a los tres tenores y que acaben lo que han empezado. Total, nadie me espera para cenar.
Y cuando estoy a punto de salir del callejón de los sueños rotos, alguien llama mi atención en voz baja.
–Dónde vas anda, entra sin hacer ruido; que te van a matar. Tu vida aquí no vale nada –habla tranquila, serena, con la sabiduría de una vida roída por dentro. Por fuera, es pura belleza. Así me lo parece. Tez morena, ojos verdes, pelo rizado. Viste una falda larga marrón y un top de tirantes color carne (12 € calculo todo el look), zapatillas de estar en casa, si a eso se le pudiera llamar casa.
–Hola, soy Julián Ortiz…de Urbina (El segundo apellido apenas sale de mi boca. Esta vez no lo digo todo junto. No tengo nada que aparentar en paños menores).
–Yo Laura. Anda… ¡Pasa! Vamos a ver si arreglamos lo que te han hecho estos desgraciados.
Paso y cierro la puerta (bueno, es un somier y una madera), pero se ajusta a la perfección sobre el resto de paredes.
–Toma, ponte esto –dice mientras me lanza una camiseta y un pantalón vaquero gastado. Al tiempo, moja un trapo blanco en un barreño de agua– ¿Tienes hambre? Estoy preparando una sopa de cebolla.
Por más que miro, no veo la cocina. Al cabo, veo en el suelo un lumigas con un cazo. Será eso. El resto de la estancia, tiene la misma humildad. Apenas llega a 9 m2. Un sofá cama, una mesa camilla con un brasero de carbón, el barreño a modo de lavadora, una pila de cocina sin encastrar en ninguna parte y una fresquera a modo de frigorífico. Por último, una vela encendida aporta toda la luz a la estancia y un juego de sombras chinescas de lo más estrambótico.
–¿No tienes luz? –pregunto.
–¡Qué va! llevamos viviendo sin luz desde hace más de 3 años que nos la cortaron. No hay luz en todo el poblado. Nos la quitó la compañía. Es la última medida de presión para ver si salimos de aquí. Pero no podrán con nosotros. O sí, no lo sé…
Más tarde explicará que con quien sí pudieron fue con su marido Antonio, fallecido un año más tarde del apagón por una neumonía. Desde entonces es Laura, la viuda del Antonio. Para quien los más viejos del lugar tienen sus propios planes, una vez pase el luto que marca la ley gitana.
Me lo cuenta mientras me cura la herida de la cabeza. Se explaya. Se ve que lleva tiempo sin hablar con nadie. Me encanta escucharla, mirarla. Ver las sombras del fuego bailando en sus pupilas. Cenamos la sopa de cebolla con pan duro. Cuenta su historia. Creo que es la cita más romántica (y barata) que he tenido en toda mi vida.
Me pregunto si me estoy enamorando o si el golpe me ha afectado más de la cuenta. Laura no tiene hijos. Me habla de Fidel, su sobrino; que lo quiere como un hijo. –Sus padres no le hacen mucho caso, pero el niño saldrá adelante, dice–. Todas las tardes se va a un Burguer King de Vallecas a hacer los deberes. Allí está caliente, tiene luz y de vez en cuando el encargado le lleva alguna sobra con la que puede cenar. Por las indicaciones, creo que es el niño que jugaba a la pelota cuando llegué.
Laura me habla de su boda a los 15 años, de su vida sin lujos, de sus padres que vinieron de Murcia. Yo le hablaba (poco) de la mía. No quiero abrir comparaciones; prefiero seguir mirando embobado.
Así pasa la noche y llega la madrugada.
–Hora de dormir. Te abro la cama, tienes que descansar –dice, mientras se levanta y de un movimiento en zig zag muy bien ensayado convierte el salón en dormitorio– Mañana, al amanecer te vas por favor, que no quiero líos.
Gracias, es todo lo que acierto a decir. Me tumbo a un lado y finjo dormir, pero no puedo dejar de mirarla. Ella está aún recogiendo los cacharros y pasándolos por la pila llena de agua turbia. Barre las migas que ha dejado el pan duro (si no, se llenará la sala de hormigas). Al rato, se coloca un camisón y se acuesta a mi lado. Se la juega. Si los mayores se enteraran, la lapidarían como a María Magdalena. Me envalentono:
–Vente conmigo. Tengo mucho dinero (creo), casas. Podemos escaparnos lejos. Sólo tengo que hacer unas gestiones.
Se ríe.
–Anda calla. Mañana vuelve de donde hayas venido y no vuelvas a acercarte por aquí o te matarán y echarán tu cuerpo a los cerdos. Hazme caso.
–Lo digo en serio Laura.
–Psss, venga a dormir. Buenas noches!
DÍA 2.
SE APAGÓ LA LUZ
Un olor a huevos fritos (ojalá con puntillita) llena la estancia. Abro los ojos. Parece que he dormido un siglo. Y allí está Ella, de espaldas, con el pelo suelto. La estampa me parece un cuadro de Zuluaga (perdonad, pero de algo tuvieron que valer los estudios en el colegio San Patricio que pagaron mis padres con la herencia de mis abuelos).
–Buenos días Julián, parece que has dormido bien –dice, con sorna– Venga toma algo que hay que irse, por favor.
Coloca el plato de metal en la mesa camilla y doy buena cuenta del manjar a base de dos huevos fritos con chorizo y pan duro. Ella vuelve a darle forma de salón al dormitorio. Como con gula, como si no hubiera un mañana. ¡Están increíbles! No puedo dejar de pensar que por esto en el Arandino habría pagado 18 euros. Y me doy cuenta de que toda mi vida se mide en monedas.
–Mierda! –se lamenta Laura, consciente de quiénes vienen y a qué. Si lo descubren, ella está muerta– ¡Vamos!!, ¿sabes conducir?
Salimos rápido a la calle principal. No sé qué pasa, pero de repente, el poblado se ha puesto patas arriba. Varios silbidos han alertado de algo. Los perros ladran nerviosos. Unos chicos colocan contenedores en la calle principal. Una señora mayor cierra por dentro y baja las persianas. Las sirenas anuncian la llegada de la policía. Un helicóptero sobrevuela la Cañada.
–Sí, claro que sé conducir –respondo sobrado–.
¡Qué iluso! Cuando me muestra el vehículo no tengo ni idea de por dónde empezar. Es un Renault 4, más conocido como ‘4 latas’ (definición perfecta). Me tira las llaves. No hay tiempo para pensar.
Arranco a duras penas. Laura viene de copiloto.
–Te saco y me vuelvo. No quiero líos –sentencia.
El poblado tiene una salida secreta que todos conocen. Todos, menos la Policía. Sale al final del poblado. Giro donde me indica Laura.
–Pero…
–Tú gira y espera.
Toca el claxon 3 veces. Unos paneles de uralita se abren, dejando ver la continuación del camino y la autovía A3 al fondo. Nada más pasar, unos muchachos vuelven a colocar ‘la pared’ en su sitio. Ni el mago Pop lo habría hecho mejor.
Acelero. La salida la tenemos cerca; pero al mismo tiempo no quiero que llegue, porque supondrá el fin de nuestra relación. Ella volverá a su mundo. Yo al mío. De repente el polvo del camino se levanta.
–¡Le habla la Policía, detengan el vehículo y salgan con las manos en alto!
No les hago caso, no quiero meter a Laura en este lío y acelero todo lo que puedo. Al fondo hay un puente bajo la autovía. Tengo que llegar hasta allí, dejar a Laura en el coche, huir a pie y que me detengan. Ella no tiene nada qué ver en esto.
El motor ruge. El acelerador toca fondo en el suelo de la tartana. Un poco más y estamos. Últimos metros, pero de pronto; saliendo de la nada; un furgón policial impacta contra nuestro coche por el flanco derecho.
El ruido es ensordecedor. Damos vueltas de campana, los cristales de las ventanas se hacen añicos y siento como penetran en la piel de los brazos y la cara. Uno de ellos impacta sobre mi ojo derecho como un proyectil. Suelto las manos del volante, que está totalmente virado hacia delante por la fuerza con que lo sujetaba, me golpeo la cabeza con algo. No recuerdo más. Game over.
Cuando recupero la consciencia, estoy esposado en una ambulancia del Samu. Un médico cura mis heridas (las superficiales, las de dentro es imposible). Cientos de policías inundan el camino. También curiosos (libres de órdenes de búsqueda) alertados por la escena. Me incorporo y la veo. Yace en el suelo. Una manta térmica cubre su cuerpo- No todo. Unos rizos se asoman por la sábana. La punzada en el pecho es brutal. La angustia, terrible. Soy un miserable.
Ahora sí quiero morir. Debo morir.
En mi mente
resuena una canción: Y la luz se le apagó. Y su voz se le
apagó. Se le apagó la luz, tembló.
EL FINAL
Madrid. 12 de febrero
¿Qué harías si te quedaran 5 meses de vida?
Supongo que dejarte ir. Hace horas que lo intento, sólo, triste, esposado. Atado a la cama, medicado. Supongo que en breve me destinarán a una cárcel de Madrid donde moriré sin que mi dinero lo impida.
Oigo ruido por los pasillos. Llegó la hora.
Por la pequeña ventana de la puerta de la habitación veo dos personas. No son ni de lejos las que espero.
Él: varón, 50 años, entradas prominentes. Su parecido con Julio Iglesias es increíble. Es el doctor Arturo. ¿Vivo?
Ella: mujer, 47 años. Tez morena, ojos verdes, pelo rizado. ¡¡Laura!!
No entiendo nada. No puedo evitar llorar.
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–Se encuentra bien Laura, no te preocupes. Tu marido ha vuelto a tener un brote psicótico severo, pero enseguida hará efecto la medicación. Las alucinaciones han sido muy intensas. Literalmente es como si estuviera viviendo en su cabeza una doble vida.
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Cerca de medio millón de personas sufren en España trastorno de personalidad múltiple. También conocido como trastorno disociativo de la identidad, consiste en «convivir’ mentalmente con varias identidades a la vez que hablan o viven dentro de su cabeza. Pueden tener la sensación de pasar por escenas reales, reviviendo situaciones realmente angustiosas.
Genial, me ha encantado👏🏽👏🏽
Me ha encantado… SUPERRRR!!!!!!!