Mujeres ricas
Se miró al espejo y no pudo mantener la mirada apenas unos segundos. Los años estaban haciendo mella. La rabia se apoderó de ella, y ni siquiera tenía una crema a mano con la que ‘ocultarse’.
Las cosas en su matrimonio hacía ya tiempo que habían cambiado. Atrás habían quedado los tiempos en que podía pasear del brazo de su marido calle abajo hasta la Plaza Mayor, orgullosa, con la cabeza bien alta. Una y otra vez saludaban ‘de don’ a su marido, le invitaban a reuniones y le sugerían negocios, al tiempo que se deshacían en elogios para con su ‘preciosa mujer’. Ella sonreía.
Ahora era diferente. Ya no existían tales paseos, ya nadie llamaba a su marido, salvo para reclamarle deudas… y como pareja, hasta se negaban la mirada cuando se cruzaban por el pasillo.
¿De qué habían servido las lecciones de su madre?: «Marisa, búscate un hombre rico… que la vida es larga, y necesitarás cosas». «Recuerda que cuando el dinero sale por la puerta, el amor salta por la ventana».
Sin más, se decidió. Hacia semanas que la idea le rondaba por la cabeza. La tentación era grande y estaba tan cerca… Necesitaba sentirse guapa. Al fin y al cabo otras amigas ya lo habían hecho, siempre de manera clandestina, y lo ‘recetaban’ como un bálsamo para esta situación tan gris que atravesaban, como consecuencia de la crisis.
Tomó sus mejores joyas, agarró fuerte el bolso. En realidad era como una extensión más de su brazo, con él se sentía segura. Se puso su abrigo de visón y antes de salir, volvió a mirarse en el espejo y sintió su corazón a mil por hora. Sencillamente lo necesitaba.
Como un ladrón furtivo, fue mirando de un lado a otro de la calle con temor a ser vista. Cuando llegó a su destino, allí estaba aquel hombre: tosco, rudo, vulgar. Sintió asco y excitación a partes iguales. Dejó su bolsó en la silla y por un momento se sintió literalmente desnuda. Todo lo demás pasó muy rápido. En su retina se grabaría para siempre la atenta mirada de ese hombre y, a pesar de sus fuertes manos, la suavidad con la que le despojó de todo lo que tenía.
Al fin acabó todo y, entre atemorizada y satisfecha, salió de aquel lugar. Tras recorrer unos pasos, miró hacia atrás y, a modo de despedida, leyó su letrero: ‘compro oro’.
Aquella noche se entregó a su marido como la primera vez. Y a la mañana siguiente, sonrió satisfecha, al ver las cremas de nuevo en su tocador.
* En los últimos años, han abierto en España cientos de establecimientos dedicados a la compra-venta de oro y joyas.
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